LA FEMINIZACIÓN DEL COVID-19
Reiteradamente se señala a la manifestación feminista del pasado 8 de marzo como culpable de la expansión de la pandemia del COVID-19 en esta Comunidad.. Ello supone -o supuso-, y de una de forma muy simplista, una buena estrategia para derivar la atención de la responsabilidad en la gestión de la Sanidad, cuestionada durante los últimos 10 años por los propios sanitarios, y cuyas consecuencias no tardaron en manifestarse.
Da igual que en los mismos días se hubieran celebrado otros muchos acontecimientos multitudinarios, pues un mundo en donde la desigualdad sigue marcando la pauta de las relaciones sociales, económicas y culturales, culpar a las mujeres de esa expansión supone un ataque frontal contra la lucha de las mujeres por la igualdad.
A pesar de no distinguir entre fortunas, estatus, clases sociales… es cierto también que la pandemia no afecta a todo el mundo por igual, ni todas las personas tienen las mismas oportunidades de salir de ella. Y así, nos encontramos con que esta pandemia tiene rostro de mujer. Y lo tiene porque las mujeres siguen siendo el eslabón más débil de la cadena social, porque la crisis que estamos pasando exige cuidados y porque las consecuencias a futuro serán considerablemente peores para nosotras. Pero vayamos por partes.
Desde que todo esto comenzó, con sus corolarios de miedo, incertidumbre, confinamientos, ERTES… se ha convertido en un eslogan recurrente afirmar que de esta saldremos todos juntos. Pero la realidad es que ni saldremos todas ni saldremos de la misma manera.
Históricamente, después de cada crisis las brechas de las desigualdades y las discriminaciones se incrementan exponencialmente. Pero, por primera vez en los últimos doscientos años, el mundo está debiendo enfrentarse a una crisis sanitaria.
Crisis que no está ligada a un sistema de producción o financiero, como la acontecida a partir de 2008, sino sanitaria. Una crisis ligada, pues, a los cuidados y los servicios. Y son precisamente estos sectores los ocupados tradicionalmente por las mujeres. Una crisis que ha puesto de relieve la importancia de los cuidados pero también que éstos están feminizados.
Las mujeres, según cifras oficiales, suponen el 85% del personal de enfermería. Lo que significa que, mayoritariamente, las que más han sufrido las consecuencias del cuidado a los y las enfermas del virus han sido mujeres. Pero hay más, en cuanto a dejar claro que la lucha contra este maldito y escurridizo virus ha estado en manos de las mujeres: farmacéuticas (72%), psicólogas (82%) personal de limpieza, cuidadoras, trabajadoras de las temidas residencias de mayores (85%), cajeras de supermercado…
A ello hay que sumar los cuidados de la propia casa, con o sin hijos, que mayoritariamente recaen sobre la mujer. Así como la obligada convivencia entre cuatro paredes, a veces en hogares ya rotos, que ha incrementado la violencia de género y el maltrato. Las llamadas de socorro al teléfono especializado se han duplicado durante el mes de abril, según datos ofrecidos por el Ministerio de Igualdad.
La brecha salarial, que ya era palpable, va a ser aún mayor cuando esto termine, cebándose con las mujeres, porque una sociedad patriarcal es una sociedad de jerarquías. Y en ella la mujer ocupa los últimos escalones.
Tradicionalmente, el comercio, la hostelería y los servicios son también sectores mayoritariamente ocupados por mujeres y son los que con mayor virulencia están sintiendo las consecuencias económicas de la pandemia, lo que, sin duda, repercutirá en el desempleo de las mujeres. Con el retorno de estas a las casas la dependencia, la precariedad económica y la disminución de las percepciones salariales serán, si no se actúa social y políticamente para evitarlo, otras tantas consecuencias del virus que recaerán sobre las mujeres.
Cuando hablamos de brecha salarial suele aparecer inmediatamente en nuestras mentes la diferencia de salario por el mismo trabajo. Eso es algo que ya –afortunadamente- va poco a poco quedando atrás por su simple consideración de anticonstitucional. En lo que menos nos paramos a pensar es en que las mujeres ocupan los puestos laborales menos cualificados -el techo de cristal no es invención de feministas locas, está ahí, palpable, contrastable-, que a la cabeza de las familias monoparentales están generalmente mujeres, que muchas cobran sueldos en negro, que muchas ni siquiera han tenido la opción de acogerse a un ERTE, que las pensiones más bajas son percibidas por mujeres que, por la edad, vivieron los años más negros y crueles del siglo pasado en este país, víctimas de una postguerra que las encerró en sus casas condenándolas al cuidado de marido e hijos y que, por no haber recibido remuneración laboral, perciben pensiones miserables. En definitiva, el COVID-19 también está feminizado.
¿Quiénes han sido realmente, pues, los auténticos héroes contra esta pandemia que, al parecer, podemos por fin dejar atrás? Pero no bastará con tomar conciencia. Las instituciones están obligadas más que nunca a poner en práctica todo tipo de medidas positivas y compensatorias de la desigualdad. Una sociedad tendente a la justicia y al estricto cumplimiento de los derechos humanos no puede permitirse negar, ignorar o no llevar a cabo políticas compensatorias de desigualdades. Está obligada a aplicar, bajo una perspectiva de género, todo el conjunto de medidas necesarias para, por un lado, evitar que las consecuencias dramáticas de esta epidemia recaiga sobre los hombros de las mujeres y, por otro, construir un mundo más solidario, más fraternal, más igualitario.
Sólo saldremos juntos de esta crisis si también lo hacemos juntas.
Luz Modroño, Maestra Masona