Hubo una época, hace unos 20 años, en que escribí mucho sobre el tema, porque en aquel momento la paz era un tema.  En los albores del nuevo milenio dejábamos atrás dos terribles conflictos que marcaron los años 90 del siglo pasado:  la guerra de los Balcanes y el genocidio de Ruanda, que salpicó de conflictos toda la región, principalmente la RD del Congo.  Veníamos, en la década anterior, de los conflictos en América Central y otros muchos en África y Asia, de los que ya casi nadie se acuerda. Pero también fuimos testigos del fin del Apartheid en Sudáfrica, de algunos Acuerdos de Paz fructuosos, de la movilización de las bases sociales en la construcción de la Paz tras los conflictos (liderados especialmente por mujeres), y otros fenómenos que auguraban un futuro esperanzador, aunque insuficiente.

En aquella época se crearon Cátedras e Institutos para la Paz y florecieron en Europa, África, América Latina, pero tuvieron su momento de luz a raíz del atentado de las torres gemelas, la invasión de Afganistán y la guerra de Irak.  Hablábamos mucho de construir una “Cultura de la Paz” desde la educación general básica.  Nos preguntábamos qué valores humanistas habría que fortalecer para que la paz formara parte del patrimonio inmaterial e universal de la humanidad, pero pronto descubrimos que la guerra y otras manifestaciones de violencia, desde la interpersonal hasta las formas más destructivas de lo colectivo, como el terrorismo, prevalecen como motor de la historia.   De nuestras investigaciones de campo, concluimos que la violencia hiberna, muta y resurge con nuevos rostros e inusitada turbulencia en nuestras vidas.   Cada forma de violencia genera una respuesta cuando menos equivalente, de forma que las maquinarias de la ofensa y la defensa están llamadas a retroalimentarse y se nutren de la misma fuente.

Cuando nos acercamos a la Academia, descubrimos que la paz no es un concepto con contenido positivo propio, sino que se define como la “inexistencia o cesación de guerra, hostilidades, disturbios civiles, ausencia de perturbaciones, conflictos intra comunales, interpersonales o individual-espirituales”.  La paz como concordia, amistad o quietud sólo puede ilustrarse a partir de un de estado no-violencia en sus diversos grados.  La paz parece, pues, un desiderátum más que una experiencia humana, individual o colectiva, aunque ciertos momentos históricos hayan experimentado –al menos temporalmente – la ilusión de transcurrir “en paz”.

Kant, en “Por La Paz Perpetua” (1795) nos recuerda que “el estado de paz entre los hombres no es un estado natural (status naturalis).  La convivencia implica un estado de guerra, si no continuamente declarada, al menos siempre bajo la sombra de su amenaza”. El filósofo propone a continuación – como acto positivo para evitar hostilidades entre los seres humanos – conseguir un marco de “estabilidad”, a partir de una constitución civil jurídica, republicana y cosmopolita.

Kant, como otros filósofos anteriores y de su época que trataron este tema, basaron su pensamiento en premisas racionales y morales, alejadas del fenómeno biológico de los instintos, donde el sentimiento primario de hostilidad parece encontrar su fundamento.    Esta rama filosófica humanista evolucionó muy lentamente a lo largo de la historia, y muy deprisa a partir de la segunda mitad del siglo XX, plasmándose progresivamente en instrumentos jurídicos de aplicación universal.  Me atrevo a afirmar que la teoría del Estado de Derecho, junto con el acervo jurídico-internacional sobre Derechos Humanos y Derecho Humanitario vigente en nuestros días (a mi juicio el mayor y más honorable legado global que jamás nos ha dejado una rama del derecho), coinciden con la propuesta de constitución cosmopolita esbozada por Kant.  Paralelamente, el desarrollo de la Teoría Feminista coincide e interactúa en este período de fertilidad intelectual y política que nos sitúa hoy en un mundo más justo y equilibrado que hace 300 años.

La paz comienza por la existencia o provisión de elementos muy básicos como la subsistencia, el trabajo, la educación, y la salud.  Estas son premisas sine qua non.  El segundo escalón se sitúa en la existencia de un sistema de justicia en el que estas premisas se cumplan en un marco de igualdad ante la ley.  Este cóctel elemental constituye la esencia de la percepción individual y colectiva del valor de la libertad y, en última instancia, de la seguridad que permite “sentir” que vivimos en paz.  Cuando no hay guerra, la paz se mide conforme a parámetros de bienestar social.

Cabe ahora preguntarse si realmente vivimos en paz.

María Ángeles Siemens