Discurso pronunciado por MARIA DERAISMES durante el Banquete, tras la Tenida masónica de su iniciación,
el 14 de enero de 1882 en la logia Los librepensadores del Pecq (Seine y Oise)
Estaban presentes los Hermanos: Laisant, de Hérédia, Delattre, Beauquier, Tony-Révillon, diputado, Paul Viguier, Cernesson, Georges Martin, Auguste Desmoulin, Rey, concejales municipales, Germain Cornilhe, Eugène Breton, Morin, Fromentin, Victor Poupin, etc.
Señoras y Señores, Hermanas y Hermanos:
Llevo un brindis para la Logia los Librepensadores del Pecq que me ha hecho el honor, hoy, de recibirme en nombre de sus miembros. Quisiera mostrarle toda mi gratitud por la halagüeña bienvenida que me ha reservado. Pero noto muy bien que los elogios que me dirigen proceden más de exquisita cortesía que de la verdad, ya que tan solo me merezco la mitad. Por ello, a pesar de felicitarles, mis Queridos Hermanos, de la determinación que acaban de adoptar, les ruego que no vean en ello una seña de infatuación por mi parte. Tan solo se trataba de la recepción de mi ínfima persona en la Francmasonería. Si solo se tratase de a leve aportación que puedo ofrecerles, el propio hecho sería poco y de débil alcance. Pero existe bien otra importancia. La puerta que me han abierto no se cerrará conmigo, y toda una legión me seguirá. Han demostrado, Hermanos míos, sabiduría y energía. Mediante vosotros, se ha vencido un prejuicio.
Sin duda, son una minoría, pero una minoría gloriosa, a la que pronto estará en la obligación de unirse la mayoría de logias recalcitrantes; la presencia aquí, de eminentes hermanos que forman parte de ellas es mi más segura garantía.
Lo que resulta particularmente curioso, es que esta admisión de una mujer, no es más que una reminiscencia del pasado.
En el siglo XVIII, se admitían las mujeres en Francmasonería. Una duquesa de Bouillon fue incluso Gran Maestra. Podríamos autorizarnos a pensar que hemos hecho un retroceso. De modo que resulta positivo destacar que esto sucedía en la bella época del privilegio. Y bajo este régimen, todo puede producirse, véase incluso el derecho no depende entonces de ningún principio de igualdad, sino simplemente del favor y del buen placer. Mientras que en nuestra época, cualquier manifestación de derecho depende del derecho reconocido, proclamado por la Revolución Francesa, como base de una sociedad libre.
Así es como la obtención de los grados universitarios por las mujeres su accesibilidad a las carreras, que hasta la fecha se le habían prohibido, representa una adhesión pública equivalente para ambos sexos. Ya no es una excepción tolerada, es la regla que se ataca, es por fin el Código que se pretende; es la seña de nuestra futura liberación. Asimismo, lo que ha podido pasar inadvertido bajo el reino de lo arbitrario levanta protestas en la actualidad por parte de hombres que quieren guardar con recelo su privilegio. Cabe reconocer que en Francia la supremacía masculina es la última aristocracia. Pelea en vano, el momento que desaparezca está cerca.
Hemos de aplicarnos en total franqueza. He de confesarles que cada vez entiendo menos la obstinada resistencia de la Francmasonería a la admisión de las mujeres. El mantenimiento irracional de la exclusión del principio femenino no está basado en ninguna razón válida.
¿Por qué concepto la Francmasonería nos ha eliminado?
¿Acaso posee el monopolio de las verdades superiores solo accesibles a inteligencias de élite? No. ¿Trata cuestiones abstractas, trascendentes, que exigen previamente estudios preparatorios? No. Se nos recibe sin títulos. ¿Encierra secretos, arcanos, misterios que deben ser divulgados más que a un pequeño número de elegidos? No, porque la época de los misterios, de los secretos, de los arcanos ha pasado.
La ciencia se enseña en plena luz del día, y no hace restricciones para nadie. Incluso las mujeres, como los hombres, han de participar para recoger su parte de los conocimientos humanos. Se presentan a los mismos concursos, pasan los mismos exámenes y obtienen los mismos títulos. Algunos pretenden que la introducción de las mujeres en masonería haría perder a la Orden su carácter de gravedad. La objeción no es más que una broma.
La Escuela de Medicina nos abre sus puertas: estudiantes, estudiantas, reciben las mismas lecciones de los mismos profesores. Ambos sexos realizan los mismos trabajos y aspiran a la misma cofia de médico otorgada del mismo modo, según el grado de mérito y de conocimientos. Y sin embargo la Escuela de Medicina no cree perder nada de su dignidad, ni de su gravedad, actuando de este modo. ¿Entonces de donde proceden los escrúpulos de las Logias? ¿Qué prerrogativas defienden con tanto recelo, si no son aquellas de la costumbre?
De modo que han dado un gran golpe, Hermanos míos, rompiendo con las viejas tradiciones consagradas por la ignorancia. Han tenido la valentía de afrontar los rigores de la ortodoxia masónica. Cosecharán sus frutos. Hoy están considerados como herejes, porque son reformadores. Pero, como en todas partes, la necesidad de reformas se impone, no tardarán en triunfar.
Un gran movimiento de opinión se crea a favor de la liberación de las mujeres. Estamos en el comienzo, por ello encontramos dificultades, tanto los prejuicios seculares están todavía fuertemente arraigados en la mente. Aquellos que piensan estar más alejados de ellos, sufren a sus espaldas, el yugo de la leyenda. Desde el comienzo del mundo, la mujer es un ser desclasificado; es, permítanme la palabra, un valor desconocido. La religión la ha declarado culpable. Una falsa ciencia ha afirmado que es incapaz. Entre ambos extremos, un término medio se ha establecido y se ha llegado a decir: “¡La mujer es un ser de sentimiento; el hombre es un ser de razón!…” Pensaban haber descubierto algo, no lo duden.
Debido a esta opinión, se ha concluido que la mujer, ser sensible, afectivo, impresionable, es inhábil para la dirección de los asuntos y de sí misma. Incumbe pues al hombre hacer la ley, a la mujer de someterse a ella.
No resulta difícil demostrar que esta clasificación es absolutamente arbitraria, por consecuencia facticia. El hombre no puede repartir los protagonismos, puesto que no ha repartido las facultades. Se equivoca rotundamente restándoselo al Creador. Como todos los demás seres, es el producto de una fuerza primigenia consciente o inconsciente. No procede debatirlo aquí.
La naturaleza ha hecho las razas, las especies, los sexos. Ha sellado su destino. De modo que es ella la que hemos de observar, consultar, seguir. Cuando gratifica a los individuos con aptitudes, es para que las desarrollen. A la capacidad pertenece la función. La mujer tiene un cerebro, debe ser cultivado. Nadie en el mundo tiene derecho de limitar el ejercicio de sus facultades. Incluso hay mujeres que tienen mucho espíritu. Incluso hay hombres que no lo tienen, y este último hecho no es algo raro. Depende de cada uno continuar en esta dirección.
Cabe destacar que no es en la especie humana que se produce esta pretendida desigualdad intelectual de los sexos. En todo el reino animal, véase incluso al más alto nivel, machos y hembras se estiman por igual. Vean las razas equinas, caninas, felinas, y tendrán la prueba.
Esta depreciación del género femenino en la humanidad desentona respecto al orden general. Obviamente, no es más que un invento masculino, que el hombre paga muy caro, sin darse cuenta. Sufre, mediante las transmisiones hereditarias, los tristes efectos de la inferiorización femenina, ya que en la obra de procreación, existe universalidad de influencia de los sexos, y que la madre lega tanto como el padre sus caracteres morales a sus retoños.
Una vez decretada la inferioridad de la mujer, el hombre se ha amparado de todos los poderes. Se ha ensayado solo en legislación, en política. Ha hecho las leyes, las instituciones, las constituciones, los reglamentos administrativos. Ha redactado los programas pedagógicos, aplicándose en apartar la mujer de las asambleas deliberantes y de los Consejos. Por fin, tanto en la vida privada como en la vida pública, se ha impuesto como maestro y jefe. Las cosas sin embargo no han ido mejor. Se ha alegado que sería todavía peor, si se metieran las mujeres.
Esto queda por demostrar.
En realidad, la mujer es una fuerza. Mitad de la humanidad, si se confunde con la otra por caracteres generales y comunes, se distingue por aptitudes especiales de una potencia irresistible que conforman una aportación particular, esencial e imprescindible para la evolución integral de la humanidad.
Se alega que la plaza de la mujer está en la familia, que la maternidad es su suprema función, que en el hogar es la reina. Es una mentira flagrante. La mujer en la familia está tan sumisa como en otras partes. Está dominada por el poder marital y paternal. Y se le prohíbe cualquier iniciativa, respecto a sus hijos.
El conjunto de la legislación es desfavorable pues para ella; la priva de su autonomía, negándole la igualdad civil y política.
¿Cuáles pueden ser las consecuencias de esta legislación?
Cualquier ley que a priori traba el desarrollo de los individuos, atribuyéndoles arbitrariamente una incapacidad, no solo es anormal porque contraria al plan de la naturaleza, sino que además es inmoral porque provoca en aquellos a quienes expolia, el deseo de salirse de la legalidad para buscar de otra forma las ventajas que se les niega.
Existe, más allá de la legalidad, un amplio sector en el que las irregularidades, las incorrecciones de la conciencia y de la conducta, pueden producirse sin depender de ningún tribunal.
Sin embargo, como ya lo hemos dicho y lo diremos: la mujer es una fuerza. Cualquier fuerza natural no se reduce, ni se destruye; se puede desviar, pervertir; pero si se comprime en un punto, acudirá a otro con mayor intensidad y violencia.
¿En qué se convierten pues estas fuerzas sin empleo, estas facultades expansivas, esta actividad cerebral? A falta de salidas, se exasperan, se descomponen; es un exceso que desborda.
Se les ofrecen dos caminos: son dos extremos, dos polos: el fanatismo o la licencia. Es decir, la Iglesia o la prostitución. Empleo este último vocablo en el sentido amplio de la palabra, y el más comprensivo. No designo solo esta fracción que cae bajo los reglamentos de policía, sino esta legión innumerable que metódicamente y de una manera latente y oculta, trafica con sí mismo, a todos los niveles de la sociedad, y sobre todo en el más alto, desde donde causa estragos en todos los departamentos del sistema social.
Misticismo y vicio se tocan, en más de un punto.
De ambos lados encontramos el rechazo de la razón, el exceso, la efervescencia malsana de una imaginación desequilibrada. La devoción oscurece el espíritu, el vicio lo pervierte; una lo atonta, la otra lo embrutece. Pueden darse la mano.
Ya sé que entre ambas manifestaciones de un desorden mental, se hace valer la acción saludable y benefactora de la mujer virtuosa.
Pero ya lo hemos dicho: en la vida doméstica, la virtud de una mujer lleva el sello de la subordinación. Sometida al código de los fuertes y de los soberbios, se le imponen más deberes, y se le atribuyen menos derechos. En estas condiciones de inferioridad, la mujer no puede tener un concepto muy nítido; le demuestra que admite una moral para sus hijas y otra para sus hijos. Cuando protesta en nombre de la razón, se niega su competencia; cuando invoca el sentimiento, se le opone la pasión. En suma, no modifica para nada el estado general de las costumbres. Casi siempre es engañada y víctima. Y más de una vez ha de asistir a la ruina y a la pérdida de sus allegados, por consecuencia de sí misma.
Es pues bajo estas dos formas, religiosa y licenciosa, que la potencia femenina se manifiesta a lo largo del tiempo. Ojeen la historia, deténganse en cada reino, en cada época, reconocerán fatalmente dos tipos preponderantes cuyas expresiones más famosas son Madame de Maintenon[1] y Madame de Pompadour[2]. Más de una vez, incluso ambos caracteres se confunden. Nuestra sociedad está atraída hacia dos sentidos, ninguno siendo el derecho.
La clasificación anormal de la mujer en el mundo la ha vuelto potente para el mal e impotente para el bien. Lo que se le ha hecho perder de razón, lo ha ganado la pasión. Siempre que la razón abdica, reina la pasión, es decir, el desorden.
Podemos afirmar que la mujer ha sido desviada de su misión por la conveniencia social. La naturaleza la ha hecho para ser el agente moral, educador, económico y pacífico.
Desafortunadamente, la mujer, en su situación inferior, nunca ha podido ser el órgano, el abogado, el defensor de sus propias ideas que solo han podido ser representadas de un modo indirecto e inexacto.
Sin embargo, aquí tenemos los elementos imprescindibles para el desarrollo de la humanidad y su progreso. ¿Por qué los trabajos sociales han tenido tienen todavía resultados nulos? Porque son incompletos; no han llevado de ninguna manera el sello de la dualidad humana.
Ah, si la Francmasonería hubiera entendido bien donde estaba su papel! Si hubiese tomado la iniciativa, hace solo cuarenta años, hubiera realizado la mayor revolución de los tiempos modernos, hubiera evitado muchos desastres.
Es fácil demostrarlo. La Francmasonería es una asociación con carácter universal y secular, sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos. No tiene equivalente en el mundo, excepto la sociedad católica. La Francmasonería, enemiga de las supersticiones, del error, es la adversaria natural de la Iglesia. Sin embargo, por una extraña contradicción, la Francmasonería, respecto a las mujeres, sigue las equivocaciones del catolicismo, lo que esteriliza en mayor parte sus esfuerzos y sus actos. Es el objeto de un gran malentendido.
Como la Francmasonería, antagonista del clero, que le odia, no ha entendido que la introducción de la mujer en su orden era la manera más segura de reducirle y de vencerle. Tenía a su disposición el instrumento de la victoria, lo ha dejado inerte en sus manos.
La admisión del elemento femenino era para la Francmasonería un principio de rejuvenecimiento y de longevidad. La familia masónica se hubiera asimilado a la familia privada. Hubiera ampliado sus puntos de vista, sus horizontes. Hubiera difundido la luz, expulsado el fanatismo. Porque la mujer es clerical mucho más por no saber que hacer, por desánimo, que por temperamento.
La mujer francmasona transmitiría a sus allegados las impresiones percibidas en las Logias. Inocularía a sus niños el sentimiento de la vida colectiva, porque la familia es el grupo inicial, la sociedad principio, la villa elemento. Es en la familia que el individuo reconoce su impotencia para bastarse a si mismo. Es aquí que aprende a olvidarse un poco para pensar en los demás y a encariñarse. Pero los sentimientos de fraternidad no deben detenerse en el umbral del hogar. Deben hacerle entender que los intereses de la familia están ligados con los intereses de la comunidad, que los intereses de la comunidad están ligados con los intereses de la ciudad; que estos últimos se confunden con aquellos de la Patria, y que todo el conjunto está contenido en esta amplia síntesis que se llama la Humanidad.
La exclusión de la mujer ha producido los efectos contrarios. Alejada de las cuestiones de los intereses generales, ajena a los asuntos públicos, ha concentrado sus energías, su inteligencia, sus sacrificios a los suyos. Su enriquecimiento, su prosperidad, su grandeza se ha convertido en su objetivo. De modo que existe un antagonismo entre la familia y la sociedad: la primera quiere aprovecharse en todo de la segunda y darle lo menos posible.
Estamos devorados, en la actualidad, por un nepotismo desenfrenado. Tendríamos mil ejemplos para mostrar. Eligen para encabezar los asuntos públicos a un hombre que creen capaz; en cuanto está nombrado en estos altos cargos, aprovecha su situación preponderante para nombrar en los mejores puestos a algunos de sus allegados. Éstos con frecuencia son mediocres, con escasas competencias. Por consecuencia para tener a un hombre hábil han cargado con cuatro o cinco nulidades. Queda entonces por saber si los servicios que podrá brindar el hombre capaz compensarán suficientemente las tonterías que cometerán, inevitablemente, los cuatro o cinco imbéciles susmencionados.
Para combatir esta funesta tendencia, para hacer una competencia eficaz al egoísmo familiar, se impone la transformación de la familia. Pero ésta solo llegará solicitando la contribución de la mujer, haciendo que sea, a partes iguales, una colaboradora asidua.
No solo habrán adquirido un motor cuya implementación hasta la fecha no ha podido realizarse en condiciones conformes con la naturaleza, y cuya impulsión ha sido desviada fatalmente de su verdadero sentido, sino que también captarán a la joven generación en sus comienzos, en una palabra la niñez, que recibe de la madre, con los primeros alimentos del cuerpo, los primeros alimentos del espíritu. Mediante la madre, se amparan de la educación, la harán nacional, verdaderamente colectiva, humanitaria. Lo que nunca ha intentado ningún colegio, instituto, por fin ninguna institución, ya sea religiosa o laica.
La Francmasonería se convertirá en una escuela en la que se formarán las conciencias, los caracteres, las voluntades; escuela donde se les convencerá que la solidaridad no es una palabra vana, una teoría fantasiosa, sino una realidad; es decir una ley natural, irrefutable, conforme a la que cualquier individuo tiene tanto interés en cumplir con sus deberes como en ejercer sus derechos.
De este modo prepararán los materiales de una verdadera democracia.
Permítanme añadir una palabra para finalizar. Es de suponer que la ortodoxia francmasona nos prohibirá durante un tiempo todavía la entrada en sus templos, y que seguirá considerándonos como profanas. Esto no me emociona. Pondrán todo su empeño para que corrija su error. De un cierto modo, lo que se dice en ella, también se puede decir con Ustedes: “Aquí nos sentimos a gusto, nos quedaremos”.
[1] Françoise d’Aubigné, marquesa de Maintenon, (1635, 1719), más conocida como Madame de Maintenon, amante y más tarde secretamente esposa de Luis XIV (1638-1715), rey de Francia. Estuvo anteriormente casada con el escritor y humorista Scarron.
[2] Jeanne-Antoinette Poisson, marquesa de Pompadour, por su matrimonio Madame Le Normant d’Étiolles y conocida como Madame de Pompadour (1721 – 1764), famosa cortesana francesa, amante del rey Luis XV.