02 de Marzo 2015.
La reciente aprobación del curriculum de religión católica supone una ingerencia intolerable de la Iglesia en la Educación. Se trata de un verdadero catálogo de sinrazones que nos retrotrae a lo más rancio del franquismo.
Quienes defienden la presencia de la religión en el curriculum escolar argumentan aspectos culturales, fenomenológicos, sociológicos, antropológicos, axiológicos e incluso educativos. Todo para mostrar que la religión no puede ser olvidada en el espacio escolar. Defienden que la relación entre “culto y cultura” exige el estudio del elemento religioso como clave para interpretar el presente cultural de acuerdo a su pasado. Se empeñan en pretender que creamos que el analfabetismo religioso comporta el analfabetismo cultural. Y lo cierto es que podemos estar, en buena medida, de acuerdo con esta idea aunque, si definimos el conocimiento como una acción global de comprensión de la realidad, debemos considerar que todas las materias del curriculum escolar, en particular las materias de humanidades (literatura, arte, filosofía, etc.,) no son materias aisladas y si manifestaciones interrelacionadas de nuestra cultura.
Transmitir el hecho religioso no tiene nada que ver con la transmisión de una doctrina concreta. Sin duda para la comprensión de la pintura barroca, es conveniente diferenciar el color de las ordenes mendicantes y para interpretar un retablo gótico conocer la narración bíblica para no confundir la transfiguración con la ascensión a los cielos. Pero eso no tiene nada que ver con introducir la catequesis dentro del espacio/tiempo escolar. Es más, consideramos un grave error pedagógico introducir aspectos trascendentes en medio de una jornada de estudio en la que deben prevalecer los valores racionales que deben construir el aprendizaje de los alumnos. Por mucho que se empeñe el BOE y la Conferencia Episcopal la aprensión de conceptos abstractos y metafísicos requiere un proceso del que los catequistas/profesores de religión, salvo honrosas excepciones, no tienen ni la más remota idea.
Por otro lado, es una evidencia que la organización de los centros educativos públicos son suficientemente flexibles como para permitir que en su seno se desarrollen todo tipo de actividades. Las tardes de las Escuelas e Institutos están ocupadas por grupos de lectura, por escuelas de padres, por equipos deportivos y por talleres de las más diversas actividades con que los centros se abren a la sociedad en la que están insertos. Si la Iglesia, está presente en el barrio, con toda seguridad podría contar con los centros públicos para desarrollar su labor con aquellos alumnos que voluntariamente quisieran desarrollar esa inquietud. Este sería un modelo de sociedad rica, variada y participativa en el que la Conferencia Episcopal no parece interesada. La jerarquía eclesiástica prefiere “afianzar parroquia” inmiscuyéndose en la escuela como en los mejores tiempos del franquismo. Se trata de una vuelta al catolicismo como práctica social. Es el triunfo del nacional-catolicismo sobre el cristianismo de base. Y de paso la jerarquía consolida y controla el colectivo de profesores de religión con la financiación pública.
El afianzamiento de la religión en la escuela o dicho de otra manera, la invasión de la jerarquía eclesiástica en el sistema educativo es una jugada a varias bandas. Por un lado constituye una entrada de dinero muy importante al que la Iglesia no quiere renunciar y por otro le permite tejer una red de influencia en el pensamiento de los sectores más sensibles de la sociedad del que esperan paliar la evidente desbandada de clientela.
Ante esta situación, desde el librepensamiento y la liberta de conciencia, cabe exigir a los representantes públicos el avance hacia una sociedad verdaderamente laica y la revisión de los acuerdos entre el poder civil y las confesiones religiosas. La experiencia religiosa pertenece al ámbito de la experimentación personal mientras que la administración de la sociedad debe ceñirse a la gestión de los recursos del estado. En esta labor no debe haber ningún tipo de trato de favor con respecto a ningún grupo de presión, lobby o cabildeo.
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