Mientras en las casas se escuchaban villancicos y se disponían las mesas para celebrar la Nochebuena, 27 personas perdían la vida en un naufragio frente a las costas del mar Egeo. En total 30 personas, tres de ellas el pasado miércoles, fallecidas en una semana y que se suman a los millares de ellas que, huyendo del hambre y de la guerra, descansan ahora en el fondo del mar.
Mientras suenan villancicos que anuncian un nacimiento, la muerte de miles de personas sigue siendo algo cotidiano que, por habitual, estremece poco a los dedicados al rescate y no tiene lugar en los informativos entre los que se cuelan anuncios de cava, turrones y premios de lotería.
De los 27 fallecidos entre los que no faltan hombres y mujeres de cualquier edad, solo se han recuperado los cuerpos de 16, el de un niño entre ellos. No tuvieron ni la posibilidad de comprobar que los sueños de prosperidad que los llevaron a emprender la peligrosa aventura de cruzar el Mediterráneo solo eran sueños.
80 pasajeros en pos de una meta común en una embarcación en la que lo más difícil hubiera sido no naufragar. Pero las cifras poco importan y poco dicen. Convertidos en números, los náufragos continúan siendo la otra cara de esa moneda a la de la desmedida e inútil abundancia da brillo en estas fechas.
No menos de 2.500 personas han fallecido o desaparecido entre enero y noviembre. Silenciosos gritos de impotencia que solo escuchan las olas de un mar triste.
No deberíamos entrar en un nuevo año sin volver la vista hacia ese mar oscuro convertido en sepultura y en alimento de unas mafias que seguirán existiendo mientras las causas profundas que obligan a las gentes a huir sigan intocables.
Tantas muertes podrían evitarse invirtiendo en desarrollo en lugar de en armamento. Y ya que parece que, a corto plazo, esa meta queda lejos de alcanzarse, al menos se debería realizar un esfuerzo mancomunado para llegar a acuerdos de admisión de todas estas personas que huyen buscando una vida mejor que la que el azar les depara por su lugar de nacimiento. No nos cansaremos de reclamar a los países receptores políticas humanitarias que aseguren la protección a la vida y el derecho a vivir dignamente, abriendo vías legales de inmigración, con un respeto absoluto y sin fisuras de los derechos humanos. El peso de todas y cada una de las muertes habidas en el tránsito hacia la esperanza recae directamente sobre la conciencia y la responsabilidad de los que, teniendo en sus manos la posibilidad de evitarlas miran hacia otro lado o claudican de sus responsabilidades.
En unos días sonarán las campanadas que dan paso a un nuevo año. Que esas campanadas sean el preludio de un nuevo sistema de relaciones entre unos seres humanos ahítos de sufrir y esta parte del mundo que olvida su propio pasado. Y que las barreras paralizantes y amenazadoras sean solo barreras para la injusticia y el desamor.
Luz Modroño
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